El abordaje de los problemas de salud de las mujeres adolece de una serie de déficits que ponen en peligro la buena práctica profesional y una atención justa.
La medicina no ha prestado, históricamente, interés por definir las formas de manifestación, ni, mucho menos, en escuchar, los relatos de las experiencias en el enfermar de la población femenina.
No fue hasta 1759 cuando se detalló, por primera vez, un esqueleto femenino en un libro de anatomía(1). Hasta finales del siglo pasado no se comenzaron a estudiar las diferencias en la expresión de patologías de las mujeres. 1991 resultó un año crucial porque inició el debate sobre el sesgo de género en la atención médica. Se observó una menor realización de angiografías en mujeres ingresadas en los hospitales de Harvard y New Hawen respecto a los hombres, incluso al considerar la edad, comorbilidad o gravedad, condicionando un peor pronóstico cuando padecían un episodio agudo de cardiopatía isquémica(2). A partir de entonces, estudios realizados en diversos ámbitos de la medicina definieron un menor esfuerzo diagnóstico y terapeútico en ellas. En 2010, un estudio becado por el Fondo en Investigación en Salud (FIS), realizado en los centros de salud andaluces, sobre las derivaciones a otros niveles asistenciales, confirmaba indicios de la existencia de desigualdades de género en esta prestación de cuidados por parte del sistema sanitario, siendo las mujeres menos derivadas.
La investigación evita, proporcionando diversos pretextos, incluir a las mujeres en sus estudios, y, este problema persiste hoy día, incluso, si participan en ellos, a la hora de extraer conclusiones. La ciencia sigue pensando que el sujeto de estudio sigue siendo el hombre adulto, predominantemente en edad productiva, y extrapola sus conclusiones a la población femenina. En este sentido, un informe publicado en 2008, sobre ensayos clínicos de la AEMPS, concluye que únicamente un 20% incluían datos segregados por sexos en los resultados y conclusiones. De este modo, resulta imposible extraer información para trasladar a la ficha técnica farmacológica, o recomendar pautas en función de esta variable y no es extraño, por ejemplo, que los efectos secundarios de los medicamentos sean más frecuentes en ellas. Pero las limitaciones en el método científico no proceden, únicamente, de la falta de participación de las mujeres en los ensayos clínicos, o en la dirección de los mismos. El problema va más allá, al tender a aislarlas de sus entornos y condiciones de vida, por lo que las manifestaciones clínicas no se contemplan como una interacción con el medio.
Se necesita sensibilidad, prudencia y empatía para tener en cuenta las circunstancias vitales que condicionan el vivir – enfermar de las mujeres. Sometidas frecuentemente a dobles o triples jornadas que implican compaginar la vida laboral con el tradicional rol que se les asigna, de cuidado de la familia (niños, dependientes o personas discapacitadas). Desempeñando trabajos peor remunerados (más cuanto más feminizados fueran estos) que los masculinos (con una diferencia del 24% en el salario), a pesar del, progresivamente, mayor nivel de estudios. Con reducciones de jornada no siempre deseadas. Viviendo, más frecuentemente, sumergidas en la pobreza. Y todo ello sin poder olvidar la posibilidad de ser sometidas a situaciones de violencia de género en el ámbito doméstico, o fuera de él.
La medicina no incluye las diferencias en la forma de enfermar de las mujeres en los planes de estudios universitarios, ni apenas en la formación de los/as especialistas de medicina de familia. Una especialidad que, desgraciadamente, no dispone de recursos, ni tiempo, para investigar. Sigue planteando una visión predominantemente biomédica, basada en la enfermedad, hospitalocéntrica, no centrada en la persona. Aísla a las mujeres de su contexto vital (familiar, laboral, social) a la hora de entender los problemas que las conducen a consultar en los centros de salud. De la mencionada perspectiva se deduce una mayor psicologización o psiquiatrización de la atención, pretendiendo resolver, sin éxito, el malestar asociado a sus formas de vida, mediante fármacos, bien sean antidepresivos o ansiolíticos. Y creando, de esta manera, entidades diagnósticas, como el síndrome premenstrual o la depresión postparto, fuertemente asociadas al contexto social y relacional y que reflejan la medicalización de las experiencias de las mujeres (3).
Los/as médicos/as de familia necesitamos replantearnos la forma de atender a las mujeres en nuestras consultas. Requerimos una formación, más allá de la visión exclusivamente biomédica, dentro de un modelo de atención centrado en la personas y sus circunstancias vitales (familiares, laborales y sociales) basado, en definitiva, en los determinantes sociales de la salud y localizado en el entorno de la comunidad. Necesitamos reconocer la importancia de la comunicación en la relación entre paciente y médico/a, así como evitar trasladar automáticamente lo emocional a la esfera de la patología mental. La investigación precisa contemplar la forma de enfermar de las mujeres dentro de su contexto vital. La formación universitaria y la incluida en el periodo de MIR podrían adoptar estas miradas en sus planes de estudio, para poder proporcionar una atención más justa y de calidad, en nuestros centros de salud.
Grupo de Inequidades en Salud de OSATZEN
Grupo de Trabajo en Inequidades en Salud / Salud Internacional de la semFYC
(1) Mujeres, salud y poder. Carmen Valls
(2) Perspectiva de género en medicina. María Teresa Ruiz Cantero
(3) Las mentiras científicas sobre las mujeres. S. Garcia Dauder y Eulalia Pérez Sedeño
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